La cucharilla en la taza de café

Para algunos es un olor, o un sonido; para mí es la luz, en especial la del atardecer, esa tan característica de Madrid. Lo cierto es que de golpe te asaltan los recuerdos. Suele ser cuando los dorados refulgen más, los ocres se acentúan, el azul cede su añil a favor del rosa que tiñe las fachadas de los edificios. Se presentan entonces en tropel toda una serie de recuerdos, con reminiscencias de mi niñez, de esa época tan feliz y despreocupada, que cobra aún más dramatismo conforme vamos avanzando en la vida.

Veo desfilar entonces los personajes que poblaron mi infancia. La tata Juli, con su delantal de cuadros azules, fregando a conciencia las losas del office mientras cantaba “Eva María se fue” a dúo con la radio. Mi amiga Elena, esperándome en la calle, apoyada en el árbol de la esquina, con su colección de cromos de muñecas para cambiarlos. El portero, con su mirada inquisitiva, asomando medio cuerpo fuera de su ventanuco, vigilando cada paso que dábamos. Las risas y las carreras calle abajo, cuando nos divertíamos llamando a los timbres de las casas y salíamos pitando, sintiendo ese delicioso pellizco de lo prohibido en la boca del estómago.

Vuelvo a ver a mamá, sentada en el sofá del salón, removiendo despacio la cucharilla en su taza de café, mientras veía un documental de animales en la 2. La mesa de roble del despacho de papá, iluminada por el sol del atardecer, con sus pilas de papeles y libros bien ordenados. Recuerdo aquella fascinante atracción y cómo me acercaba, sigilosa, para acariciar los lomos de esos libros antiguos. El reloj de cuco, que anunciaba la hora de merendar y el cambio de turno frente al televisor, cuando mamá me cedía su sitio para que pudiera ver el programa de los payasos. Según iba girando la luz, se iluminaban unos muebles y se iban apagando otros, marcando así el tiempo, yo no necesitaba reloj.

Cuando el sol encendía el cuadro de la entrada, ese que compraron mis padres en una subasta, que tanto gustaba a mamá y tan poco a papá, sabía que eran las cinco y media, hora de merendar con los payasos. El cuadro representa a una niña con vestimenta del siglo XVIII, apoyada en una balaustrada frente a un jardín de sauces. Es rubia, de ojos azules, y tiene una sombrilla de encaje preciosa que sujeta con unas manos muy finas, cubiertas por unos guantes de rejilla. La mirada de la niña es pícara, siempre tuve la sensación de que se burlaba un poco de mí. La contemplo hoy, con nostalgia, preguntándome si me recuerda de niña, cuando yo tenía su edad, y compartía mis meriendas de Cola Cao y galletas con ella.

Ahora mamá ya no está. La tata Juli murió también. El portero se jubiló y en su lugar pusieron un portal automático condenando la puerta principal de la calle. Elena ya no me espera apoyada en el árbol de la esquina, y llamar de golpe a varios pisos a la vez ya no se me antoja tan divertido. Sin embargo, los objetos siguen allí y poco o nada han cambiado. El reloj de cuco, la mesa de roble de papa, el cuadro de la niña de mirada pícara, el ventanuco del portero. Todo está en su sitio. Me siento en el sofá, removiendo despacio una cucharilla en la taza de café. En la 2 ya no echan documentales de animales, pero siento que mamá debería estar aquí, la taza y la cucharilla son las mismas. Cierro los ojos. Los recuerdos acuden en tropel, sin haber sido llamados. Se amontonan en mi mente, formando un barullo, sin orden ni sentido. Se mezclan las imágenes, la de la tata Juli, cocinando o fregando, con su eterna sonrisa, su olor a lejía en las manos y su cariñosa presencia. Las luces del verano, más doradas y duraderas que las de invierno, invitando a desnudarse e ir ligera de ropa cuando aprieta el calor. El tic tac del reloj de cuco, que marca el tiempo con su tranquila precisión rutinaria. Silencio, colores y objetos perennes, pero silencio por encima de todo. Se han apagado las risas, el bullicio, la vida ajetreada de familia. Sólo quedo yo, en el sofá, removiendo la cucharilla en la taza de café, tratando de hacer que regrese el pasado. Si repito todos los pasos, si hago exactamente lo mismo con los mismos objetos, quizá vuelva lo que se fue…

Silencio, omnipresente. Abro lo ojos. Todo sigue en su sitio. La niña pícara me sigue observando, su mirada es cada vez más burlona. Mamá no vuelve, el pasado tampoco. El café se ha enfriado. La tata Juli ya no canta en el office. Yo ya no tengo diez años, los payasos ya no me hacen reír, y la vida sigue… No siempre es bueno rebuscar en el baúl de los recuerdos, porque cualquier tiempo pasado sí que pudo haber sido mejor.

Relato publicado en Imprescindibles libro recopilatorio de los textos del Taller de Escritura Creativa de la Universitat Jaume I de Castellón – 2014.

Detalles

Fecha de Publicación: Noviembre 2016
Editorial: ACEN Edtorial
Número de páginas: 

2 Comentarios

  1. Caroline

    Este relato me emociona, que digo… me conmociona! Muy bello!

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    • aflor_ritual

      ¡Muchas gracias, Caroline! La nostalgia le hace a una escribir con las tripas. Gracias de nuevo por tu comentario.

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